jueves, 5 de septiembre de 2013

PREMIO FEASFASS 2013


Os deseo a todos que hayáis tenido un buen retorno a la tranquilidad de los horarios y las hojas secas, ya un tanto cumplidos de nuevos paisajes y de la maravillosa laxitud de las siestas de brisa marina. Saliendo de su letargo, parece que la mente pide volver a la rutina de pensar, imaginar, inventar, crear. Feliz reencuentro con los cuadernos apaisados en los bolsos y con el Word en blanco que se va haciendo historias o versos.
Mientras vamos despertando, os cuento que he recibido otros dos premios: el de Poesía FEASFASS 2013, por mi poema "Antepasados" y la mención de honor en Prosa del mismo certamen, por el relato que a continuación os relato.
EQUIPAJE PARA LA OTRA VIDA

Ella se queda paralizada tras la puerta abierta, como sorprendida en la pista de baile sin conocer los pasos ni comprender la música. Había imaginado mil veces tropezarse con él en una calle, a través de un teléfono, en un sueño o en un recuerdo mal empaquetado. No estaba preparada para abrir la puerta y topársele así, de golpe, frente a frente. El, en cambio, parece saber exactamente cada paso del baile y marcar el ritmo. Le tiende un fajo de cartas con la misma naturalidad que si acabara de bajar la basura y abrir el buzón con una llave compartida.
            -Me las dio tu casero. No son de tus ligues, no te hagas ilusiones: esas las he quemado todas –bromea, mientras deja pasar las cartas entre sus dedos. Aunque no parece leer los remites, sus ojos no se alzan de los sobres- Mira: Clinica Moncloa, Doctor Bauman, Centro de Radiología Aventis…Todos los médicos de España parecen andar detrás de ti. Suele ser al contrario.
            -Sí, para el común de los mortales. Pero en mi caso, tú ya sabes, la ciencia no se resigna a perder mi cuerpo serrano. Por eso me acosan, me persiguen, he tenido que esconderme aquí –contesta ella fabricando un mohín despreocupado -Por cierto, ¿cómo me has encontrado?
            -¿No me vas a invitar a pasar? He conducido durante setecientos kilómetros para traerte el correo, lo menos que podías hacer es invitarme a una cerveza.
            Con una media sonrisa y un gesto de la mano le invita a entrar, apartándose lo suficiente como para que sus cuerpos nos se rocen en absoluto. Aún así una especie de chasquido eléctrico inunda el aire que los separa.
El apartamento es un estudio claro, ordenado y diáfano, casi más pequeño que la terraza que se abre al fondo, tras una gran cristalera desde la que los barcos recorren un Mediterráneo luminoso hasta el horizonte, donde se adivina la línea de costa africana.
            Ella llega a la terraza con dos cervezas frías. La espuma se queda en el bigote de él y siente deseos de limpiársela con la lengua, así que desvía la vista hacia esas cartas de médicos, que esperan ahora sobre la mesa y que piensa tirar directamente a la basura. No quiere dar más explicaciones a extraños prepotentes, no quiere leer más propuestas de terapias, no quiere más experimentos. Todavía
se le encoge el estómago y se le cierra la garganta recordando tantas de sus contadas horas dolorosas, inútiles, perdidas.
            -Te has enterado –dice mientras barajea los sobres, sin saber cuál ignorar primero.
            -No he abierto las cartas, si eso es lo que imaginas. Sólo las he mirado al trasluz, justo lo que me iban pidiendo. No lo supe así. Fue cuando me encontré con que habías regalado esto al portero –dice él, tirando sobre la mesa el mechero, oro y laca negra, un Cartier auténtico.
            -Te lo puedes quedar, ya no lo necesito. He dejado de fumar: ¡a lo mejor con eso me gano ver otros cuatro telediarios! Dáselo a la siguiente.
            El se muerde el labio y mira hacia el mar. Un silencio interminable. El mechero sobre la mesa, casi hace daño el brillo del oro, casi hace daño la oscuridad del negro.
            -¿Sabes que se te pasa por la cabeza cuando te dicen que la vas a palmar? –pregunta ella como
quien habla del tiempo- Nada de filosofías ni trascendencias, no creas, nada de eso. Sólo te vienen tonterías. Por ejemplo, yo pensé que se me quedaría casi entero el bono del gimnasio y que tenía unos guantes de rojos con un gorrito a juego que nunca iba a estrenar. Me pareció injusto, un fraude.
            -De modo que eso fue lo primero que pensaste –contesta él con tono neutro.
            -No. No fue eso lo primero que pensé. Pero casi.
            Ella se levanta y regresa con un cuenco de aceitunas verdes y otras dos cervezas. Esta vez él no toca el vaso, pero ella apura el suyo de un trago antes de hablar.
            -Quiero que te largues lo más rápido que puedas. Ya he solucionado mis cosas. A los del gimnasio les ha dado mal rollo, así que me han devuelto la mitad del bono; y yo le he regalado los guantes y el gorro a la secretaria. He dejado de fumar. Y también me había hecho a la idea de no verte más. De no verte nunca más, ya me había hecho a la idea, hace dos meses. Hace dos meses hubiese estado bien verte aparecer por esa puerta. Ahora no. Lárgate, hazme ese favor, no seas más chungo que los del gimnasio. Habrás venido con tu mujercita “de finde”, como decís vosotros, o a lo mejor te doy tanta lástima que te has atrevido a venir solo dejándole un menú de mentiras sobre la mesilla. Pobrecita mía, un par de polvos y adiós, te dirás, pero yo ya no tengo tiempo para olvidarte de nuevo. Ya no tengo tiempo de nada. No sé si sabes de lo que te hablo.
            Ahora él la mira a los ojos desafiante.
            -He venido solo, he venido sin mentiras. He venido para quedarme.
            -¿Quedarte? Mal negocio, guapo. Ni yo misma me voy a quedar, yo estoy de paso…¡bruuuum! ¡de paso que te pasas! –ríe torpemente- No. No te quedes. Ya no –ahora se pone profundamente seria y le enfrenta la mirada- Las noches se me van en blanco, no te dejaría dormir.
          
  -Tendré toda la vida para dormir… después.
            -No estoy de buen humor casi nunca.
            -¡Estupendo! Así para cuando me dejes estaré harto de ti, te odiaré, no te echaré de menos.
            -Tú no estás acostumbrado, mi rey. No es agradable…
            -¿Agradable? –le interrumpe bruscamente- ¿Sabes por qué no me vine contigo, por qué he tardado dos meses en decidirme? Porque estuve intentando olvidarte, ¡desesperadamente! Eso tampoco ha sido agradable. No, ha sido un calvario -busca la mano de ella, acaricia sus yemas, recorre las falanges de una mano que parece ausente- Cada día me decía lo que tú me acabas de decir –continúa- “Hoy puede ser el último día, no merece la pena, no tires todo por la borda por no aguantar un día más”; y eso mismo me desesperaba: “Hoy puede ser el último día, la última oportunidad de verla, aún es posible sentir su cuerpo enredado en el mío, una vez más devorar su boca, una última de sus bromas sin gracia, de sus lágrimas sin motivo, su último silencio mirándome”. Y eso me perdió, ¡soy tan protagonista! “¡Su último aliento, su último aliento tiene que ser para mí!”, me dije, “que muera con mi imagen eternamente en la retina, que sea yo el único que guarde las últimas imágenes de su rostro vivo, torciendo la boca para reírse sólo un poco, arrugando el entrecejo como quien oculta un misterio que cualquier día descubriré que no existe”
La mano de ella se cierra al fin sobre la de él. En su rostro se dibuja esa sonrisa que no acaba de ser, el entrecejo arrugado, mirándole en silencio.
 -Ahora voy a salir por esa puerta –continúa él, inapelable-, y regresaré con mi maleta; pero antes tendrás que contarme la verdad: ¿qué es lo primero que se piensa cuando a uno le dicen que va a morir?
Ella se mete una aceituna verde en la boca. Esas aceitunas machacadas que le gustaban a él, y que sigue comprando. Saborea el jugo agradablemente amargo.
            -Lo primero que pensé es que no volvería a ver tu cuerpo desnudo, nunca, en toda la eternidad. Y en mi caso la eternidad suena a mucho, te lo aseguro.
            El no va a cumplir su parte del trato. No parece dispuesto a bajar a por la maleta, aún no. Comienza a desnudarse despacio. El sol cae a sus espaldas. Los ojos de ella se inundan de paz. Ahora comienza a desnudarla a ella con unos dedos tardos y sabios que parecen tener toda la eternidad para entregarse. Ella se toca el pecho agitado, los pulmones consumidos. Pero es un dolor que ya no duele. Los ojos se le humedecen. Pero ya no es el miedo.


            La enfermera se acerca a los monitores con el sobresalto rutinario que precede a todas las muertes señaladas. Lleva demasiados años en aquel servicio como para que la afecte ya ese unirse de las máquinas en el mismo compás plano que señala el fin, como para que la sorprenda tan siquiera que la paciente lleve en la cara una sonrisa parecida a la felicidad. La morfina, la bendita morfina.
            Lo que no sabe es que también se lleva en la boca el sabor de una aceituna inventada, en los ojos la luz de un Mediterráneo lejanísimo, en la piel los dedos de alguien que ya ha olvidado su nombre.

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