El día no había comenzado bien para Paulino; pero eso no era, ciertamente, una novedad. Lo que ya no era tan frecuente, o al menos llevaba semanas sin suceder, era que se quemase la lengua con el café. Paulino miró con odio al camarero. Quince años entrando en aquel bar frente a su oficina, a las ocho y diez en punto de la mañana, de lunes a viernes, y aquel patán de orejas de soplillo aprovechaba cada vez que Paulino olvidaba decir "con leche templada" para traicionarle con un chorro despiadado de leche hirviendo.
Paulino sacó con disimuslo la punta de la lengua quemada, buscando el alivio del ambiente frío de diciembre.
-Este café está ardiendo- se atrevió a decir, pero la voz le salió en falsete, como la queja de una abuela costipada. Carraspeó, cuando ya tenía encima al camarero: brazos apoyados en el mostrador, encarándole.
-Usted no pidió la leche templada. Cuando uno no sabe cómo quiere el cliente la leche, lo suyo es echarla caliente. Así siempre tiene arreglo- dijo, defendiendo sus argumentos tras un bigote de púas espesas- Señor- añadión, masticando las cinco letras como si fuerse a escupírselas encima a Paulino, antes de dirigirse a otro lugar de la barra donde le reclamaban.
Paulino asumió que, decididamente, el día no había comenzado bien. Que el despertador no había sonado, que tuvo que ducharse con agua helada por lo de la avería, que el champú se le había metido en los ojos y la mermelada entre las uñas, que el doberman de la vecina le había lamido las manos en el ascensor, que la autopista estaba saturada, la ruta alternativa atascada y su atajo particular completamente colapsado. Que el café le había quemado la lengua. Y que no podía seguir ignorando a aquella gitana que meneaba los décimos de lotería y los pendientes de coral frente a su nariz.
-¡Saleroso! ¡Que llevo el Gordo!
Paulino negó con la cabeza y fingió un interés mayúsculo en su taza de café.
-¡Peor pá tí, saborío! -dijo la gitana, dándose media vuelta.
"El gordo", pensó Paulino, "¿Tocarme a mí el gordo? ¡Con el día que llevo!". Y luego, mientras intentaba amansar su café a base de pequeños soplidos, se dijo que no era el día, que era la vida entera lo que llevaba a rastras y tropezones, que él no era precisamente de ese tipo de gente a la que le toca "el Gordo", que nunca había sido el primero en nada; ni siquiera el último. Que, sin ir más lejos, después de tantos años esperando un ascenso llegó un tal Aurelino López, de la oficina central, y consiguió el puesto que el merecía, con tanta facilidad como otros compran un papelito y se hacen millonarios.
Aurelio López. ¿No era precisamente Aurelio quien entraba ahora en el bar, sacudiéndose las solapas de su estupendo traje azul? ¡Como si fuera posible que Aurelio López llevara una mota inoportuna en su traje o en cualquier inoportuno lugar! Paulino, en cambio, se miró la solapas de su chaqueta y se sacudió esa caspa que parecía reproducirse automáticamente, como en un criadero.
Aurelio López se cruzó con la gitana, sacó la cartera, cambió un billete de dinero por otro de suerte. La suerte. La suerte, pegada siempre a Aurelio López, con la misma naturalidad que la caspa a los hombros de Paulino.
La gitana salió del local. Las campanillas de la puerta tintinearon. Paulino pagó el café y fue hacia la puerta, sin perder de vista a la mujer. Salió tras ella a la calle, el tintín de las campanillas a sus espaldas, el golpe de frío encaramándose a su nariz. La gitana bajaba la calle, pregonando la suerte, la vuelta de la tortilla, anunciando otra vida:
-¡Que llevo el Gordo! ¡Que llevo el Gordo!
Paulino se quedó clavado en la acera, junto al semáforo. A su lado pasó Aurelio López, ignorándole, y cruzó la calle rumbo a la oficina, con el décimo recién comprado en el bolsillo.
-¡Que llevo el Gordo! ¡Que llevo el Gordo! -se oía aún calle abajo.
Paulino seguía con la vista las faldas inmensas y granates, el moño alto atado con una cinta color pistacho, el manojo de boletos de lotería, la voz que se iba perdiendo entre los ruidos de la ciudad.
-¡Que llevo el Gordo! ¡Que llevo el Gordo!
Paulino se detuvo aún un momento, saboreando la idea. Si quería, todavía podía alcanzarla. Si quería podía probar suerte. Si quería...
El chirrido de los frenos de los coches le hizo volver la cabeza. El semáforo se había puesto rojo. Al otro lado del asfalto el muñequito verde abría las piernecitas, reclamándole. Al otro lado de la calle el ordenanza abría las puertas de su oficina y la luz de los fluorescentes comenzaba a parpadear. Paulino bajó la acera, atravesó el paso de cebra rumbo a la oficina, atraído como una polilla por aquella luz, dispuesto a sumergirse de lleno en un día que, como de costumbre, no había comenzado bien. En un nuevo día sin suerte.
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