Hace demasiado tiempo que recibí el
encargo de limpiar de fantasmas la vieja abadía. No tengo prisa. Me he vuelto
adicto a las bromas, las sorpresas, el escondite y, sobre todo, al poder casi
absoluto que supone estar vivo.
Si les oigo chapotear en la alberca,
limpio el verdín, las algas y los insectos, y huyen espantados. Si intentan
asustarme cambiando de sitio los víveres de la despensa, lanzo a rodar las
latas, y puedo escuchar sus gemidos, sus quejas, su entrechocar de huesos, al
caer rodando como bolos por la escalera. A veces dejo cartas de amor en los
bancos de la capilla, y encuentro en su lugar pañuelos de encaje que flotan en
suspiros o guantes que me retan a duelos invisibles.
La noche de difuntos,
cuando salen a asustar herederos, a robar lamparillas de la iglesia y a comer
ojos de gato, levanto sus lápidas con la palanca y el gato hidráulico y las
cambio de lugar. Al amanecer, caigo totalmente derrengado sobre mi cama, pero
duermo con dulce sonrisa escuchando con discuten, se lanzan fémures y ululan
desconcertados al no encontrar su tumba. No hay nada peor para las almas en
pena que no tener donde caerse muertas cuando termina la noche, las cosas se
vuelven transparentes para sus trasparentes pupilas y retumban como pelotas en sus cráneos vacíos las risas de los niños que corren hacia la escuela, el rodar de la bicicleta del cartero y el chirriar de los rosarios entre las manos de las viejas.
Mis fantasmas organizan, cada martes
trece, una ouija y me convocan. Aguantando el miedo a los vivos, el vaso gira
guiado por sus dedos sin manos, buscando las preguntas que nunca responderé: quién
soy, si terminaré barriéndoles de los rincones y qué error cometieron en vida
que están ahora purgando con la maldición de mi persona.
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