Mi descubrimiento literario de este verano es el libro más hermoso que recuerdo haber leído: “El vino del estío”, de Ray Bradbury. Una novela que trata precisamente de veranos y descubrimientos.
Douglas es un niño de doce años que vive las vacaciones con su familia en un pequeño pueblo de los Estados Unidos. Ese será el verano donde haga dos descubrimientos trascendentales: que está vivo y que algún día morirá. Con un lenguaje poético y unas descripciones sorprendentes, Bradbury nos lleva a través de esos descubrimientos, emociones y momentos de lucidez:
“Estoy vivo, pensó.
La hierba murmuraba bajo el cuerpo de Douglas. Bajó el brazo, con su vaina de pelusa, y sintió, muy lejos, allá, los dedos que crujían en los zapatos. El viento suspiró en los caracoles de las orejas. El mundo se deslizó brillantemente por la superficie vidriosa de los ojos, como imágenes centelleantes en una esfera de cristal. Las flores eran de sol y encendidos puntos celestes, esparcidas por el bosque. Los pájaros aleteaban como piedras que golpeasen la superficie del vasto e invertido estanque del cielo. El aire pasaba con violencia entre los dientes, entrando como hielo, saliendo como llamas. Los insectos conmovían el aire con una claridad eléctrica. Diez mil cabellos crecieron un millonésimo de centímetro en la cabeza de Douglas. Oyó los corazones gemelos que le golpeaban los oídos, el tercer corazón que le golpeaba la garganta, los dos corazones que latían en las muñecas, el corazón real en el pecho. La piel se le abrió en un millón de poros.
¡Estoy realmente vivo!, pensó, ¡Nunca lo supe, y si lo supe no recuerdo!
Aulló en silencio una docena de veces. Piénsalo, ¡piénsalo! ¡Doce años y ahora lo descubro! Este raro reloj, este brillante mecanismo dorado que debe marchar durante años, dejado bajo un árbol, encontrado en una pelea.
-Doug –dijo su hermano- ¿qué te pasa?
-Tom… ¿saben todos en el mundo… que están vivos?”
Pero no encontraremos sólo la iniciación vital de Douglas: por las páginas de esta novela pasan multitud de personajes que, a través de la mirada de los niños, adquieren ese hálito de magia que se nos pasa tan fácilmente por alto a los adultos a fuerza de acostumbrarnos a lo maravilloso. Pequeñas historias cotidianas que son lecciones de vitalidad y de sabiduría. El último viaje del tranvía, que es la pérdida de la lentitud, la calma, el lento disfrutar de la vida. El cargamento de maravillas del trapero. Tomar hielo con sabor a vainilla en pleno verano. La Cañada, donde acecha todo lo tenebroso, y hasta un asesino local. Madame Tarot, la adivina de cera de la feria. El poder de brujería que a la Sra. Goodwater concedió el miedo de su vecina Elmira. Cada día del verano embotellado en el vino del abuelo. Las alas mágicas de unas zapatillas nuevas. El amor del joven señor Forrester, que se enamoró de la señorita Loomis por una foto, sin saber que era de cincuenta años atrás, y en quien la señorita Loomis encuentra su alma gemela poco antes de morir. La “máquina de la felicidad” que inventa Leo Auffman, y que solo consigue hacer desgraciado a quien entra en ella:
“Y entonces, dentro de la Máquina de la Felicidad, Lena Auffman se echó a llorar.
Leo Auffman, aturdido, apagó la máquina.
-¡Oh, qué cosa más triste! –gimió Lena-. Me siento mal, terriblemente mal. –Salió de la máquina. Primero París…
-¿Qué tiene de malo París?
-Nunca pensé que estaría en París algún día. Pero ahora me has hecho pensar: ¡París! Y de pronto quise estar en París, ¡y supe que no estaba!
-Es casi como si fuera cierto.
-No. Sentada ahí comprendí. Pensé, ¡no es cierto! –Lena miró a su marido con ojos grandes, oscuros y húmedos– ( )Y me hiciste bailar. No bailamos desde hace veinte años.
-¡Te llevaré a bailar mañana a la noche!
-¡No, no! No es importante, no tiene que ser importante. Pero tu máquina dice que es importante. Y lo creí. ( ) Y la máquina me dijo “Eres joven”. Y no lo soy. ¡Miente esa Máquina de la Tristeza!
-¿Tristeza por qué?
La mujer estaba ahora más tranquila.
-Leo, cometiste un error. Olvidaste que en algún momento, algún día, uno tendría que salir de aquí e ir a lavar platos y hacer camas. Cuando estás dentro, sí, la puesta de sol parece eterna, el aire huele bien, la temperatura es agradable. Todo lo que quieres que dure, dura. Pero fuera, los chicos esperan el almuerzo, las ropas necesitan botones. Y, seamos francos, Leo, ¿Cuánto tiempo puedes mirar una puesta de sol? ¿Quién quiere que una puesta de sol no acabe nunca? ( ) Las puestas de sol son hermosas porque sólo ocurren una vez y desaparecen.”
Mientras los mayores se pelean con sus miedos y con su búsqueda de la felicidad, los viejos parecen tener mucho que enseñarnos sobre ese camino, como el placer de disfrutar cada momento con lo que se hace (el abuelo de Douglas y su ritual de cortar la hierba o embotellar el vino, la bisabuela, la hormiguita que mueve la casa hasta el día de su muerte) y comprender esos momentos han pasado y es el momento de morir.
“-Tom- dijo la anciana débilmente, desde muy lejos-, en los Mares del Sur los hombres saben un día que es tiempo de estrechar la mano de los amigos y decir adiós, y embarcarse. Así lo hacen, y es natural, es la hora. Así es hoy. Yo soy muy parecida a ti, cuando te quedas en el cine los sábados, desde la tarde hasta las ocho o las nueve, y hay que enviar a tu padre para que te traiga a casa. Pero, Tom, cuando los mismos cowboys empiezan a disparar contra los mismos indios en las mismas montañas, entonces es mejor levantarse y marcharse, sin arrepentirse ni darse la vuelta. Así me voy, mientras soy feliz y no me he aburrido. ( ) Yo lo he dicho todo a su hora. He probado todos los platos y he bailado todos los bailes; ahora he aquí una tarta que no he mordido, una canción que no he silbado. Pero no tengo miedo. Soy verdaderamente curiosa. La muerte no meterá ningún mendrugo en mi boca que yo no saboree con cuidado.”
Los ancianos son un reducto de sabiduría, una enciclopedia de historia viva, como el Coronel, a quien los niños llaman “la máquina del tiempo”. Pero, a su vez, ellos también aprenden hasta el último momento, porque la vida es una asignatura que nunca terminamos de conocer por completo. Como la señora Bentley que, enfadada porque los niños no creen que ella ha sido también niña, por más que se lo intente demostrar con fotografías o documentos, comprende que ella no es pasado, sino presente, como le hubiese dicho su difunto marido:
“-Querida mía –había dicho el señor Bentley- nunca entenderás el tiempo, ¿no es verdad? Siempre intentando ser lo que fuiste en vez de ser lo que eres.
¿Y si él hubiese estado vivo esta noche, qué diría?
-Estás guardando capullos de gusanos –eso diría- Corsés, en cierto modo, que ya nunca podrán servirte. ¿Por qué? No puedes probar realmente que fuiste joven. ¿Retratos? No, mienten. No eres el retrato.
-¿Documentos?
-No, querida. No eres las fechas, ni la tinta, ni el papel. No eres esos baúles llenos de restos inútiles y polvo. Eres sólo tú, aquí, ahora… el tú presente.”
Pero los niños también tienen sus propias preguntas, inquietudes, dolor por las pérdidas, y miedos, no tan lejanos de los de los mayores. El descubrimiento de que el mundo cambia, las máquinas se rompen, los amigos se van, lo seres queridos fallecen y él mismo morirá algún día, como una verdad universal, sume a Douglas en una enfermedad grave, pero común: la tristeza. Una enfermedad que le lleva cerca de la muerte y de la que solo le salvará alguien que la conoce bien: el señor Jonás, el trapero:
“-Algunas personas se vuelven tristes cuando son aún terriblemente jóvenes. Sin motivo especial, parece. Casi como si hubiesen nacido así. Se lastiman más fácilmente, se cansan más pronto, lloran más, recuerdan más. Y, como digo, se vuelven tristes antes que nadie en el mundo. Lo sé, pues soy uno de ellos.”
Pero el señor Jonás, que se dedica a reunir en su carro y repartir luego lo que a unos les sobra y otros necesitan, tiene un remedio para Douglas:
“Alzó una botella a la luz.
-Marca Crepúsculo Verde de Sueños, Aire puro del Norte –leyó-. Sacado de la atmósfera del Artico Blanco en la primavera del año 1900 y mezclado con el viento del valle superior del Hudson del mes de abril de 1910, y con partículas de polvo que brillaron a la puesta de sol en los prados de Grinnel, Iowa, cuando se alzó un viento fresco que pasó sobre un lago, un arroyo y un manantial. ( ) Contiene asimismo moléculas de vapor de mentol, papaya, lima y melones, y muchas otras frutas de olor a agua y sabor fresco, y árboles como el alcanfor y hierbas perennes y una brisa que venía del río Des Plaines. Garantizamos frescura”
El aire fresco que limpia el corazón maltrecho de Douglas, y le impregna del amor incondicional a la vida y del sentimiento de que no está solo, el único remedio para las pérdidas y para el miedo. El final del verano puede convertirse en la esperanza de un verano aún mejor.
“-Tengo un presentimiento –dijo Douglas.
-¿Qué?
-El año próximo será todavía más grande, los serán más brillantes, las noches más largas y oscuras, morirá más gente, nacerán más bebés, y yo estaré en medio de todo.
-Tú y dos billones de personas más, Doug, recuérdalo.
-Un día como hoy –murmuró Douglas- siento que estaré… solo.
-Si necesitas ayuda –dijo Tom- da un grito.
-¿Qué puede hacer un hermano de diez años?
-Un hermano de diez años tendrá once el año próximo. Desenrollaré el mundo como la banda de una pelota de golf todas las mañanas, y lo pondré como antes todas las noches. Te mostraré cómo, si quieres.
-Estás loco.
-Siempre lo estuve –Tom se puso bizco y sacó la lengua- Siempre lo estaré.
Un libro para disfrutar como lectores, como seres humanos, como habitantes del mundo. Pero también para investigar como escritores. La próxima semana tomaré un texto de la novela para intentar destriparla y averiguar qué pócima utiliza Bradbury para escribir así. Tal vez se la dio Jonás, el trapero. Tal vez podamos desmenuzar los ingredientes.
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Ray Bradbury |