martes, 18 de septiembre de 2012

¿POR QUÉ LAS NARRACIONES DE RAY BRADBURY SON TAN REALES?

Ray Bradbury

La novela de Ray Bradbury , “El vino del estío”, de la que ya comencé a hablaros (entusiasmada) la semana anterior, está formada por varias historias que se entrecruzan en el pequeño pueblo veraniego de Green Town. La pericia de Bradbury para escribir relatos cortos como pequeñas joyas bien engarzadas, llenos de contenido, vigor narrativo y pericia literaria, es sin duda el motivo de que algunos de los capítulos de “El vino del estío” sean historias completas por sí mismas, relatos que se pueden paladear por separado.
Os traigo un capítulo de los que me han parecido más intensos y que reflejan mejor esa maestría de Bradbury. Intentaré desmenuzarlo un poco y saber cómo se las apaña para que sus personajes sean tan reales y nos provoquen emociones tan cercanas, para que el texto “se deje leer tan bien” y para sugerir tanto con tan pocas palabras.
Comienza el texto describiéndonos a Jhon Huff, amigo del protagonista.
Los hechos acerca de Jhon Huff, de doce años, son simples y se enumeran pronto.
Lo cual descubrimos enseguida que no es cierto: no son simples, sino sorprendentes, y no se enumeran pronto, pues nos lleva un largo párrafo conocerlos. Eso, aparte de dar un toque de ironía (esa ironía tan característica de Bradbury), nos lleva a situarnos desde el punto de vista de Douglas, el niño protagonista: para él, los méritos de Jhon Huff son incuestionables.
Podía descubrir más rastros que cualquier indio choctaw o cherokee desde el principio de los tiempos, podía saltar del cielo como un chimpancé de una rama, podía zambullirse, nadar debajo del agua dos minutos, y salir a la superficie cincuenta metros más allá, río abajo. Si uno le tiraba una pelota de béisbol la devolvía golpeando manzanos y echando abajo cosechas enteras. Podía saltar muros de huertas de dos metros de alto; subirse a un árbol y descender cargado de melocotones con más rapidez que otro cualquiera de la pandilla.
Ya nos hemos quedado más que asombrado con las habilidades de Jhon. Y es que, como dice Angel Zapata en su manual de escritura creativa, uno de los requisitos para que un relato nos enganche es incluir un “cocodrilo”: algo sorprendente y especial. Y la descripción de Jhon está plagada de “cocodrilos”. Douglas, además, aumenta el “cocodrilario” con hipérboles; lo que un niño admira ha de ser insuperable : “desde el principio de los tiempos”, “saltar del cielo”, “echando abajo cosechas enteras”.
No era un fanfarrón. Era bueno. Tenía el pelo oscuro y rizado, y dientes blancos como la nata. Recordaba las letras de todas las canciones de cowboys y se las enseñaba a uno, si uno quería. Conocía los nombres de todas las flores silvestres, y cuándo salía y se ponía la luna, y cuándo subían o bajaban las mareas. Era, en verdad, el único dios vivo en todo Green Town, Illinois, y del siglo veinte que conocía Douglas Spaulding.
Bradbury, en pocas líneas, nos hace una descripción moral y física de Jhon. Pq pocos datos son suficientes para un buen escritor. A pesar de tantas habilidades, Jhon no era fanfarrón. Y, como en un relato no hay q decir, sino mostrar, nos lo muestra inmediatamente: un chico que no alardea y que respeta. El contraste del pelo negro y los dientes blancos, son un reflejo también del contraste entre su humanidad sencilla y sus habilidades “divinas”. Es el único dios vivo q conoce Douglas.
Y ahora, él y Douglas estaban en las afueras del pueblo en otro día cálido y redondo como una bolita, y el soplado cristal azul del cielo subía y subía, y los arroyos brillaban con aguas espejeantes sobre piedras blancas. Era un día tan perfecto como la llama de una vela.                               Douglas recorría el día pensando que así seguiría siempre. La perfección, la redondez, el olor de la hierba se adelantaban alejándose con la velocidad de la luz. El silbido de un amigo, como el de una oropéndola, la música del manojo de llaves mientras uno hacía cabriolas en la senda de polvo, todo era completo, todo podía tocarse. Las cosas estaban cerca, las cosas estaban a mano, y seguirían allí.
Las descripciones nunca deben ser superfluas. En una sociedad acostumbrada a los medios visuales nos resulta aburrida una descripción del paisaje q no tenga otra intención. Y esta la tiene, desde luego. Douglas acaba de hablar de un “dios vivo”, y ese dios vive en un mundo perfecto, el mismo que Douglas, y por eso el mundo es redondo (es decir, eterno, repetido, sin fin) y perfecto (la cosas están bien tal y como están en ese momento), y el paisaje nos lo muestra metiéndonos en un ambiente agradable, luminoso y seguro,  y añade q Douglas piensa q “las cosas seguirían allí”.
El autor introduce descripciones sensoriales variadas: el calor, el olor de la hierba, el brillo del agua, los sonidos. El ambiente se nos hace más cercano, más creíble, más irrepetible. El paisaje de Bradbury, “se puede tocar” y ahí esta otra característica de un buen escritor. Bradbury es capaz de esto porque es un buen observador (el sonido de esas llaves en el bolsillo al hacer cabriolas) y porque sabe mirar las cosas desde una perspectiva original (“perfecto como la llama de una vela”). En resumen: creatividad.
Era un día tan hermoso…y, de pronto una nube cruzó el cielo, cubrió el sol, y no se movió. Jhon Huff había estado hablando lentamente algunos minutos. Douglas se detuvo y le clavó los ojos.
Repentinamente, el ambiente ha cambiado. Una nube cruza el cielo; el escritor nos prepara, comenzamos a entender q ese mundo perfecto se va a resquebrajar. Douglas también ve el peligro: ya no “mira”, “clava los ojos 
-Jhon, repite eso.
-Ya me oíste, Douglas.
-¿Dijiste que…te ibas?
-Tengo el billete de tren en el bolsillo. ¡Uh-uh! ¡Tan! Chu-chu-chu-chu. Uuuuuu…
La voz de Jhon se apagó.

Jhon da la mala noticia, comenzando un diálogo magistralmente construido. El niño quiere quitar hierro al asunto, haciendo el sonido de la máquina del tren, pero su propia voz acaba apagándose. Con detalles como este, con los gestos, con lo q se esconde detrás de las palabras y de los silencios, Bradbury nos hace entender el estado de ánimo y las emociones de los personajes, sin nombrarlos directamente; tal y como si fuésemos espectadores de la vida y tuviésemos q interpretarla.
Sacó solemnemente el billete verde y amarillo y los dos lo miraron.
-¡Esta noche! –dijo Douglas- ¡Dios!¡Esta noche íbamos a jugar a la luz roja, la luz verde y las estatuas! ¿Cómo así de pronto? Has estado en Green Town toda mi vida. ¡No puedes irte así!
-Es mi padre –dijo Jhon-. Consiguió un trabajo en Milwaukee. No estábamos seguros hasta hoy.
-Dios mío, y la semana próxima tenemos el pícnic bautista, y luego la feria del trabajo, y el día de Todos los Santos… ¿Tu padre no puede esperar hasta entonces?
Jhon meneó la cabeza.
-¡Qué barbaridad! –dijo Douglas-. Deja que me siente.
Douglas intenta detener la partida de su amigo con excusas poco lógicas: un buen diálogo tiene algo de incoherente, como las conversaciones reales; así no solo nos da información sobre la partida, sino que nos expresa el estado de ánimo de Douglas, su lucha, hasta q se siente derrotado (“deja que me siente”).
Se sentaron bajo un viejo roble, en la ladera de una loma, mirando el pueblo. El sol dibujaba alrededor largas sombras temblorosas. Debajo del árbol había una frescura de caverna. Afuera, a la luz del sol, el pueblo parecía consumido por el calor, con las ventanas abiertas como bocas jadeantes. Douglas hubiese querido correr allí donde el pueblo, con su peso, las casas, su tamaño, podía encerrar a Jhon e impedirle escapar.
El paisaje ha cambiado, porque el mundo ha cambiado para Douglas.  Ahora no hay luz, sino sombras “temblorosas” y un frío de “caverna”. Incluso el sol no es ya agradable, como hace unos minutos, sino algo agobiante que consume al pueblo y lo convierte en una especie de prisión

-Pero somos amigos –dijo Douglas descorazonado.
-Siempre lo seremos –dijo Jhon.
-Vendrás a visitarme casi todas las semanas, ¿sí?
-Papá dice que sólo una o dos veces por año. Son cien kilómetros.
-¡Cien kilómetros no es mucho! –gritó Douglas.
-No, no es mucho –dijo Jhon.
-Mi abuela tiene teléfono. Te llamaré. O quizás iremos nosotros a visitarte. ¡Eso sería magnífico!
Jhon calló largo rato.
-Bueno –dijo Douglas-, hablemos de algo.
-¿Qué?
-¡Mi Dios, si te vas hay un millón de cosas! ¡Todo lo que hubiéramos hablado el mes próximo, y el otro! ¿Mantis religiosas, zepelines, acróbatas, tragaespadas! ¡Como antes! ¡Saltamontes que escupen tabaco!
-Lo malo es que no deseo hablar de saltamontes.
-¡Siempre hablabas de eso!
-Sí. –Jhon miró fijamente las casas-. Pero me parece que no es éste el momento.
-Jhon, ¿qué te pasa? Estás raro…
Jhon había cerrado los ojos, arrugando la cara.
 
El diálogo prosigue, con la lucha de Douglas por aceptar la realidad y la aceptación de Jhon. Jhon parece haber madurado de pronto, no le interesan ya las cosas misteriosas ni peligrosas; ante él aparece un misterio, un miedo, mayor e insospechado: el de las cosas que perdemos por no haber reparado en ellas, disfrutado, recordado. Bradbury lo hace utilizando las ventanas de la casa Terle como metáfora de ese miedo:

-Doug, la casa Terle, el primer piso, ¿lo conoces?
-Claro.
-Los vidrios de colores en las ventanas redondas, ¿han estado siempre allí?
-Claro.
-¿Estás seguro?
-Esas ventanas están ahí desde que nacimos. ¿Por qué?
-Nunca las vi antes –dijo Jhon-. Mientras venía hacia aquí miré arriba y las vi. Doug, ¿qué he hecho todos estos años que no las vi nunca?
-Tenías otras cosas que hacer.
-¿Sí? –Jhon se volvió y miró a Douglas con cara de miedo-. Doug, ¿por qué me asustarán esas malditas ventanas? Quiero decir, no es nada que pueda asustar, ¿verdad? Es sólo… -Titubeó-. Pero si no vi esas ventanas hasta hoy, ¿qué otras cosas me he perdido? ¿Y las cosas que vi realmente? ¿Podré recordarlas cuando me vaya?
-Recordarás lo que quieras recordar. Fui afuera hace dos veranos. Allí te recordé.
-No. No recordaste. Me lo dijiste. Te despertabas de noche y no podías recordar la cara de tu madre.
-¡No!
-Algunas noches me pasa lo mismo en casa. Siento miedo. Voy al cuarto de mis padres y les miro la cara para estar seguro. Y cuando vuelvo a mi cuarto me he olvidado otra vez. Dios, Doug, ¡oh, Dios! –Jhon se apretó las rodillas-. Prométeme algo, Doug. Prométeme que me recordarás, promete que recordarás mi cara, y todo.

 Jhon está pidiendo una promesa que ya sabe que es imposible de cumplir, a pesar de la fe de su amigo. La prueba que hace para comprobarlo sobre el color de sus ojos es un estupendo símbolo: el recuerdo a veces no es real, imaginamos más que recordamos. La “cámara de cine” de la que habla Douglas no es más que un cerebro, dispuesto a manipular los datos de ese recuerdo según sus propios esquemas. ¿Esa manipulación no es ya realmente olvido?
-Es muy fácil. Tengo una cámara de cine en la cabeza. Cuando estoy acostado enciendo la luz en mi cabeza y todo aparece en la pared, claro como todos los diablos. Allí estarás tú,  gritándome y haciéndome señas.
-Cierra los ojos, Doug. Ahora dime, ¿de qué color tengo los ojos? No espíes, ¿De qué color?
Douglas empezó a transpirar. Cerraba con fuerza los ojos, nerviosamente.
-¡Oh, demonios! Jhon, no es justo.
-¡Dímelo!
-¡Castaños!
Jhon apartó la cara.
-No, señor.
-¿Qué es eso de no?
-Ni siquiera te acercaste.
Jhon cerró los ojos.
-Vuélvete –dijo Douglas-. Abre los ojos y déjame ver.
-Es inútil –dijo Jhon-. Ya te olvidaste. Como dije.
-¡Vuélvete!
Douglas tomó a Jhon por el pelo y le acercó la cara, lentamente.
Muy bien, Doug.
Jhon abrió los ojos.
-Verdes –Douglas dejó caer la mano desanimadamente-. Tienes ojos verdes… Bueno, es un verde parecido al castaño, ¡un verde avellana!
-Doug, no mientas.
-Bueno –dijo Doug en voz baja-, no mentiré.

Los dos niños son ahora conscientes de que el tiempo termina por arrebatarnos todo, incluso los recuerdos. Doug sabe que perderá a su admirado amigo (“el único dios vivo de Greenville”) y que ni siquiera puede fiarse de que los recuerdos que de él tenga sean exactos. Jhon sabe que terminará por olvidar y por ser olvidado, por morir en cierto modo para los que hoy deja atrás; y que, para él, ha muerto sin remedio todo lo que en su día no fue capaz de aprovechar, ver o vivir de Green Town… y algunas de las que realmente vivió (“¿qué otras cosas me he perdido? ¿Y las cosas que vi realmente? ¿Podré recordarlas cuando me vaya?”).
Se quedaron allí mirando a los otros niños que subían la loma gritando y aullando.

 La vida es un camino de pérdidas que ni siquiera la memoria puede evitar. Jhon y Douglas han comenzado a comprenderlo. Por eso Bradbury les presenta ahora lejos de esos niños que siguen gritando y aullando con la despreocupación de quien cree que el mundo será redondo y perfecto para siempre.
Sin duda se podrían sacar muchas más lecciones de escritura de este texto, muchos más ejemplos de esa forma de mostrar sin decir, de esa creatividad a partir de lo cotidiano, de ese sugerir, de esa comprensión de los seres humanos, de ese saber captar los detalles, los gestos y los sonidos de la vida.
Os dejo el reto de intentarlo.
 

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