Los premiados |
Con José Moraleda, accesit de poesía y Soledad Marinero, primer premio de dibujo |
Unas palabras, en nombre de todos. |
En la exposición de las obras premiadas |
Entrega de premios |
EL SOMBRIO OLOR A LEJIA DE LA VIDA
Laura dormía.
Bruscamente, se levantó de la cama. El despertador no había sonado. Si no se daba prisa llegaría tarde, y no están las cosas para llegar tarde al trabajo.
Justo como lo había temido. Todas las compañeras esperaban ya alineadas en el inmenso hall del rascacielos, un ejército de batas azules y carritos de limpieza formado para escuchar, como cada viernes, el sermón del sacrificio y de los malos tiempos. Una mano de dedos interminables y azulados se iba posando sobre el hombro de las que iban a ser despedidas. Laura se apresuró a dejar su puesto de última llegada, intentando escurrirse entre la multitud. Es pequeña y su fregona no reluce, tal vez pueda pasar desapercibida.
Sin embargo, la mano omnipresente y la voz todopoderosa se han posado sobre ella:-Laura, te hemos estado observando: necesitas el dinero como ninguna y, a pesar de eso, te bebes la lejía a escondidas. Litros y litros. Garrafas y garrafas de lejía de la empresa.
Está a punto de protestar, pero las fregonas de las compañeras, multiplicadas hasta el infinito por los espejos del hall, la amenazan con odio, con un odio de intenso olor a lejía. Le abren la boca por la fuerza, dispuestas a vaciar una botella en sus entrañas. Forcejea, suda, no sabe por dónde la embisten: el sol, chocando contra los espejos, la deslumbraba.Entonces, despertó.
Abrió los ojos, y los cerró cegada por el sol bochornoso que se había colado entre las láminas de la persiana. Llegó hasta la cocina arrastrando las chanclas. El verano aún aplastaba las horas, pero Laura sintió frío en los pulgares de sus pies desnudos.
En la cocina estaba él.
Había cogido la maleta y su cartilla de ahorros cinco años atrás, pero nunca se fue del todo, así que a Laura no le sorprendió verle apurando el café de su máquina express, para la que ya no podía comprar cartuchos. Le sorprendió, eso sí, aquella mujer sentada en el taburete alto de su cocina, no tanto porque el ajustado camisón negro con bordados chinos era suyo, como por las formas morcillonas, las bragas marcando dos flotadores en el vientre, las uñas sucias y desiguales, los dientes manchados de carmín. No parecía el tipo “nínfula pija” que a él le gustaba últimamente. Sin embargo, él las invitó a un menage a trois, con la misma voz festiva con la que le prometía dejar de beber y viajes a París que no podía pagar. Ella obedeció, como había obedecido siempre. Le agarró el empinado miembro y se lo metió hasta la garganta, como si se estuviera haciendo una endoscopia. Sintió asco del sabor a limones rancios; asco de la morcillona que le pellizcaba los pezones; asco de las palabras de él:
-Laura, mira que eres guarra ¡y que todavía no hayas aprendido a chuparla! Enséñale tú, Loly.
Laura se aparta bruscamente, con un antiguo dolor en el pecho.
-¡Qué cara pones, nena, lo mismo te ha sentado mal la broma! La vida es más sencilla, Laura, siempre te lo he dicho. Disfrútala…
-Los gastos vienen contra usted, como es costumbre de la casa.
La cocina se va estrechando, hasta parecer un armario. Laura firma la cuenta. Las paredes siguen juntándose, oprimen sus costillas. Laura se ahoga. Golpea las paredes.
Los golpes la despiertan.
No son los golpes imaginados en su pesadilla, sino otros nudillos que la reclaman desde la pared contigua. Es lunes, la cinco de la mañana, tiene que llegar al trabajo antes de las seis, a un trabajo a tiempo parcial que dura doce horas, pero donde nadie le hará beber lejía ni chuparla (de momento). Sin embargo, eso no la alivia.
Es su madre quien llama.
Tal vez haya estado llamando toda la noche, y ella ha dormido como un cesto con las pastillas de valeriana y el porro que se fumó con Marga después de la cena de chicas de los domingos. Tal vez su madre haya vomitado, se le haya desprendido el parche para el dolor, se haya caído de la cama.
Laura ha abierto la puerta de la habitación pequeña. Su madre, bajo la colcha, es un amasijo oscuro al fondo del cuarto. Huele a rancio, a dolor, a vejez, a orines, a sufrimiento inagotable, a muerte. No sabe cuándo empezó el cuarto a oler así. O su madre. Quizás desde siempre. Se siente culpable: ha olvidado ventilar la habitación. Para eso debería pasar junto al amasijo oscuro y oler, escuchar, palpar sus lamentos. Hoy tampoco lo hará. Pregunta desde la puerta:
-¿Has llamado, mamá?
-¡Ay, ay, hija, qué dolor!
-Mamá, ya te di los calmantes, no puedes tomar más.
-¡Ay, ay! Los calmantes no me hacen nada. ¿A ti te hacen algo? No, no, a ti tampoco. Las dos somos tan desgraciadas, las dos hemos sido siempre tan, tan desgraciadas.
-Mamá, llamaré a la vecina para que te eche un ojo. Yo tengo que ir a trabajar.
-¡Ay, ay!, pobrecita mi hija, con lo que valías, y ahora limpiando mierda de otros. Limpiando la mierda de tu pobre madre, y la de otros. Y ese sinvergüenza, siempre te lo dije, ya lo sabías, los hombres van todos a lo mismo, ¡hasta los ojos te sacó! ¿Vas tú a sacarme los ojos, Laura?
La voz que se clava en sus entrañas como el pico de un cuervo la ha perseguido hasta la terraza, donde ha ido a buscar la lejía y los estropajos para borrar el olor a podredumbre, y la acompaña de vuelta a la habitación, la mierda de su vida de mierda retumbándole sin fin en los oídos.
Prepara el sintrom para su madre, con un vasito de lejía. Se siente aún peor. Peor que la mierda ajena que limpia. Se tumba en el suelo y vierte el resto de la lejía en su propio oído izquierdo.
No es la lejía lo que le carcome el tímpano. Es el móvil que, chillando y brincando sobre la mesilla, acaba de sacarla de los malos sueños. En la pantalla, un número desconocido que no le preocupa demasiado. No espera llamadas, ni siquiera tiene ya trabajo del que la reclamen por llegar tarde. Una noche de pesadillas terribles, tres pesadillas, tres. En todo caso, da gracias al desconocido por despertarla de ellas.
Se levanta de la cama pesadamente. Aún tiene sabor a limones rancios en la boca, una vida de mierda y un obsesivo olor a lejía en el fondo de la pituitaria. El olfato la lleva hasta el armario de la terraza. La lejía se ha derramado, por eso lo inunda todo. Hasta los sueños. Hasta las pesadillas. Hasta la vida.
Se sube a un taburete, intenta alcanzar la botella caída. A su costado izquierdo, el vacío.
El viento balancea los álamos del parque, que rozan casi su barandilla a la altura de diez pisos. Los álamos crecieron tanto que están muriendo por su propio peso. Su propio peso la haría también morir, si traspasara la barandilla. Abajo, los adoquines blancos y rojos que bordean el parque marcan un sendero geométrico, que sus amigas y ella recorrían a saltos cuando eran niñas. Amanece. Los drogatas han abandonado los bancos, faltan horas para que los niños crucen con su algarabía de gritos, aluminio de bocata y ruedas de mochilas.
Desde esa altura, el vacío atrae como un vórtice.
Intentará no escuchar la llamada, y alcanzar la botella de lejía que continúa derramándose. Se llevará el tapón con las uñas, la lejía caerá como un torrente sobre el taburete y el suelo. Era de cinco litros. Laura resbalará, sin oponerse, blandamente, como si cayese en el colchón de plumas del sueño.
Pensará que ha tenido muchas pesadillas y que ésta última es la más hermosa.
Caerá, cada vez más veloz, los brazos y las piernas extendidos, como si volara. Ve pasar las hojas de los álamos, que se van convirtiendo en una línea verde y blanca que gira en un hermosísimo bucle. Huele a vida vegetal y a oxígeno recién hecho.
Cae. El suelo se aproxima. Como en cualquier sueño de caídas, pronto debería sentir ese vuelco que hace despertar. Pero el suelo se aproxima.
Cae. Los dedos de los pies arden mojados por la lejía, pero no los siente: su cabeza se columpia azotada por el aire, feliz.
Habría de sentir el vuelco enseguida.
Si acaso duerme.
No hay comentarios:
Publicar un comentario