El poeta amasa en su celda verdades como panes y versos como himnos, para engañar el hambre de libertad y de justicia. También el otro. El hambre le va sorbiendo la carne, la enfermedad le niega el aire, las rejas cercenan su horizonte. Mas no está solo.
Es su mujer quien le preserva, tan lejanos, los paisajes de su ternura entre las humillaciones. Josefina es la casa con olor a naranjos que nunca está vacía, la cama cálida y blanda donde reposar los huesos y la pluma, el refugio que siempre aguarda. Es la esperanza.
Josefina es la mirada para la que escribe, y es el vientre en el que descansa la cabeza cuando las luces se apagan y se ensombrecen los versos, pero a cambio es posible retornar a la imposible pasión de sus brazos.
Josefina es la leche tan sólo nutrida de cebollas que cría a su niño. Los ojos que cosen y se acabarán cegando para alimentar a los huérfanos hermanos, al casi huérfano hijo, a su esposo huérfano de humanidad y amparo.
Josefina son esos labios finos de mujer valiente que el besa entre delirios, con un estremecimiento que da sentido a la última fiebre.
Muere el poeta, pero Josefina es el camino a través del cuál seguirá recorriendo la vida.
Josefina y Miguel |
Josefina pudo también morir muchas veces. De miseria, de odio, de calentura, o de esa pena que estalla gris y deja sin fuerzas para levantar un pie detrás del otro hacia otra idéntica tristeza. Pero Josefina vivió, porque su cuerpo ya era también Miguel: la mujer en cuya carne quedaron sus surcos, el oído que grabó su voz y sus silencios, los ojos que le retuvieron, las manos que guardaron sus poemas para cuando pasara el tiempo del hambre y de las sombras: verdad para la justicia, himnos para la libertad.
Josefina, tesorera de los males y de los bienes del poeta, relegó el resentimiento, el desprecio, la venganza, la amargura. Pero conservó intacta la memoria.
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