Hace unos meses vimos dos magníficos ejemplos de personalidades novelescas contrapuestas (Maigret y Serlock Holmes) pintadas con gran habilidad por Simenon y Conan Doyle a través de lo que dicen,
hablan y piensan sus personajes.
Pero, ¿hay más formas de definir al personaje, de darle vida, que
es en realidad lo que nos tiene sorprendidos/admirados/preocupados?
¡Por supuesto! Un personaje vivo es un ser humano dentro de un mundo
propio. vive en una sociedad, en una época y se relaciona con
otros personajes.
Los personajes secundarios son
muy importantes a la hora de definir al protagonista. Holmes y Maigret, por
ejemplo, no serían nada sin sus antagonistas: es decir, los criminales, y sin
sus colaboradores (¿Hay colaborador más famoso que el doctor Watson?).
Porque se supone que, cuando hablamos de grandes personajes nos
referimos sólo a los protagonistas...¿o no?
Puede que no. De hecho, ahora vamos a hablar de FRANKENSTEIN,
y puede que nos llevemos una sorpresa.
Porque, efectivamente, si alguien nos pregunta así, de pronto, ¿Quién
es Frankenstein?, lo más fácil es que contestemos: “El monstruo al que dio
vida el doctor...” ¡Un momento!: ¿el monstruo al que dio vida quién? En
realidad, Frankenstein es el doctor que crea al monstruo. El monstruo no tiene
nombre, seguramente porque su autora, Mary Shelley, muy acertadamente,
no quiso dárselo.
Sin embargo, el monstruo es un personaje con tanta fuerza que se
convierte en el verdadero protagonista a nuestros ojos, por eso, inconscientemente,
le damos su nombre, ¡qué curioso!
Pero, ¿por qué ocurre esto? ¿Es que la buena de Mary no sabía escribir
tan bien como habíamos supuesto? Desde luego que sabe escribir. Tanto que su personaje/antagonista
cobra vida propia y le roba el papel al protagonista. A veces los
personajes hacen cosas de éstas, y hay que dejarles hacer.
Pero, ¿nos podemos sentir en algún momento identificados con el
monstruo, en lugar de con el doctor, si no somos monstruos, por lo menos a
simple vista? Sí, podemos, porque la motivación del monstruo es más
fuerte, más desesperada, y porque tiene unos sentimientos y frustraciones
profundamente humanos, que inspiran nuestra compresión y solidaridad.
En realidad el doctor ha obrado mal, aunque le guiaran en principio
buenas intenciones, porque no quiere hacerse responsable de la criatura que él
mismo ha traído a la vida. En cambio, el monstruo es una víctima inocente:
su primera motivación es el deseo de amor, y sólo el desprecio de los demás
hace que cambie la búsqueda de amor por la venganza más terrible.
Cualquiera puede comprender a la criatura del doctor Frankenstein, lo
cual nos lleva a tomar un poco de manía la propio doctor Frankenstein, que ni
siquiera se ha molestado en poner nombre a su engendro, es decir, ni
siquiera ha querido reconocer que tenga algo de ser humano. Es difícil no
sentirse conmovido cuando el monstruo dice a su creador cosas
como estas:
“Yo era bueno y cariñoso.
Los sufrimientos me han convertido en un malvado. Concededme la felicidad y
seré virtuoso.”
“Satán tiene, al menos,
compañeros, otros seres diabólicos que le admiran y ayudan
. Pero mi soledad es
absoluta y todos me desprecian.”
“Un horrible egoísmo me impulsaba a cometer aquellos crímenes,
mientras mi corazón era torturado por el arrepentimiento”.
Frankenstein, el doctor, se pasó un poco de rosca, creando un ser humano
con el que no sabía qué hacer. Dejemos que se las entienda con él, mientras
nosotros seguimos buscando más formas de dar vida a un personaje, actividad
esta mucho menos peligrosa, porque los personajes que viven en un libro no
salen de él para matar a sus creadores ni a sus lectores, aunque les
abandonemos.
Humanidad, personalidad, motivación. Vamos viendo que estas
características deben tenerlas todos los personajes, si quieren parecer
personas, y que el autor les da vida a través de lo que hacen, dicen y
piensan, y de cómo se relacionan con el resto de los personajes que viven
en su mundo de papel.
Pero el personaje también se define por su relación con las
cosas, aparentemente sin importancia, que le rodean. Eso lo veremos otro día, de la mano de Madame Bovary.