miércoles, 12 de junio de 2013

SALUD DE HIERRO (RELATO)




            ¿Qué si me acuerdo de la Señora Engracia, la que vivía en el segundo izquierda? ¡Como para no acordarme! Cuando vino la ambulancia a por ella ya estaba tiesecita, la pobre. ¿Sabe usted qué dijo el médico? Que si aquella mujer había durado hasta entonces era un milagro, que tenía los pulmones encharcados, las cervicales en ruinas, la sangre dura, el azúcar por las nubes, el corazón por los suelos.

            Y, ya ve usted, de lo que no me acuerdo, ni yo ni nadie, es de haberla oído quejarse, ni de esto ni de aquello, después de cuarenta años viviendo puerta con puerta. Y eso que la recuerdo siempre trabajando: fregando escaleras, cosiendo los encargos para la de la tienda de retales, echando unas horas de plancha en la lavandería. Y, entre rato y rato, pariendo hijos, dándoles el pecho, amasando croquetas, preparando vahos de eucalipto, cataplasmas de miel, tisanas de hierbaluisa. Tuvo cinco, más el último, el tonto, el que nació retrasado y a destiempo, siempre la Engracia limpiándole la baba, curándole la frente que se hería a cabezazos, sujetándole los ataques y lavándole la miseria. ¿Y qué me dice usted de la suegra? Porque a esa sí que podía uno oírla quejarse, a cualquier hora: que ay mi cabeza, que no puedo con las piernas, que la Engracia no me da de comer como Dios manda y así ando, que no duermo, que no cago, que no veo. ¿Y qué querría ver ya la vieja, con noventa y dos años cumplidos? ¡Pues anda, que el marido…! Desde que pilló la jubilación anticipada, yo creo que no hizo más esfuerzo que andar desde la cama al rellano de la escalera, y del rellano de la escalera al ambulatorio, siempre la misma pinta: en camiseta de tirantes y chanclas, sin afeitar, la nariz colorada del vino tinto, desparramaó como una bayeta sobre la barandilla de la escalera para contarle a todo el mundo que lo suyo debía de ser algo muy malo, porque los médicos no daban con ello pero él estaba que no se tenía; no como la Engracia, qué suerte, decía, la salud de hierro, ni un día la había visto metida en cama.

        
    La Engracia, es verdad, como de hierro, siempre al pie del cañón, aunque también a ella le tocó jubilarse. Pasó de fregar portales y coser y planchar vestidos para fiestas a las q siempre iban otros, a cuidar a los nietos, a recoger en casa de nuevo al Emilín, cuando la nuera le puso de patitas en la calle, a gastar su miserable pensión en alimentar cada vez más bocas, preparar fiambreras para los hijos y bocadillos de nocilla para los nietos. Siempre tendiendo ropa, zurciendo rodilleras, limpiando boquerones, amasando croquetas. Siempre “niño no subas ahí”, “Emilín, que me traes las camisas con el cuello como carbón”, “doctor, míreme a la nieta que parecen paperas”.

Ni un solo día en cama, pero cada año más flaca, más escurrida, más gris, más silenciosa. Ni para quejarse tuvo tregua, (si es que le anduvieron quejas por la cabeza), en danza hasta en plena noche (la bata guateada y la toquilla morada encima), en busca de un médico para el marido, otra extremaunción para la vieja, el Emilín inconsciente en una mesa del bar, la farmacia de guardia o la mascarilla de ventolín para los nietos.

            Nadie la había oído quejarse hasta el día que la palmó. Y hay que ver, lo que son las cosas, todos los suyos la han sobrevivido. Todos, menos el tonto. Cuando le llevó al hospital y regresó sola, las vecinas quisimos consolarla (“Mira, Engracia, mejor para todos, el pobre, total, para qué vivía, y tú, una cruz que te quitas de encima”). Y ella, sentada en un taburete, las manos vacías sobre el regazo, sin decir esta boca es mía. Aquella noche no tendió la colada, ni planchó manteles, ni preparó jarabes, ni siquiera rebozó las pescadillas, que las vecinas tuvimos que dar de cenar a la familia, para eso estamos, para las ocasiones.

            Y al día siguiente (¡cómo iba yo a olvidar ese día!) la oí quejarse una sola vez. Un “Aaaay” muy largo y perdido, como si fuera deshilachándose de su ventana a la mía. Yo le lancé una voz: “Engracia, ¿eres tú? ¿te pasa algo?”. Entre el chisporrotear del aceite y los gritos de los chiquillos en el patio, me llegó la voz de la Engracia: “Ná... Las cosas…”.

            ¡Que si me acuerdo de la Engracia! Ya ve usted, como para no acordarme. Cuando entramos en su casa nos la encontramos muerta de pie, delante de la lumbre, tiesa, pálida, sin pulso. Todavía friendo croquetas.

miércoles, 5 de junio de 2013

COMO CREAR PERSONAJES VIVOS (y IV)


 
Humanidad, personalidad, motivación. Hasta ahora hemos ido viendo que estas características deben tenerlas todos los personajes, si quieren parecer personas, y que el autor les da vida a través de lo que hacen, dicen y piensan, y de cómo se relacionan con el resto de los personajes que viven en su mundo de papel.
Pero el personaje también se define por su relación con las cosas, aparentemente sin importancia, que le rodean. Cómo le afecta el paso del tiempo o de las estaciones, qué objetos le rodean, cómo es su casa, en qué entorno se mueve, qué ropa viste, qué sensación despierta en él determinado olor, compañía, paisaje, como cambia la forma de ver lo que le rodea en función de su estado de ánimo... ¡y muchas cosas más! 
Podríamos hablar mucho acerca de MADAME BOVARY, otro de los personajes más vivos de la literatura, pero la he reservado para este punto, porque Flaubert, a quien lo gustan tanto las descripciones, nos lo pone muy fácil a la hora de buscar ejemplos.
Tomemos dos, de los muchos que podríamos elegir:
Primero, veamos cómo se aburre Emma en su mundo pequeño y provinciano. Aquí tenemos un , un jardín inmóvil, silencioso, triste y feo, como la vida real de Emma:
jardín que es todo aburrimiento
“No se oían pájaros, todo parecía dormir, el espaldar cubierto de paja y la parra como una gran serpiente enferma bajo la albardilla del muro, donde, acercándose, se veía una cochinilla de muchas patas. En las piceas, junto al seto, el cura de tricornio, que leía el breviario, había perdido el pie derecho, y hasta el yeso, desconchándose con la helada, le había puesto en la cara una sarna blanca”. 

Ahora veamos cómo se figura Emma la felicidad, el mundo y el amor ideales en el que desea vivir: En este texto sería un viaje continuo, romántico y lleno de cosas hermosas, como ella desea que sea su vida:

“Al galope de cuatro caballos, la llevaban desde hacía ocho días hacia un país nuevo, de donde no volverían nunca. Caminaban, caminaban, cogidos del brazo, sin hablar. De vez en cuando divisaban de pronto, desde lo alto de una montaña, una ciudad espléndida con cúpulas, puentes, navíos bosques de limoneros y catedrales de mármol blanco, en cuyos puntiagudos campanarios se veían nidos de cigüeña.”

¿Tienen realmente importancia  el triste jardín o el viaje soñado para que Emma y su historia se conviertan en algo real? Por supuesto. Después de todo es precisamente el choque entre el mundo real y el que sueña vivir el conflicto que la llevará al suicidio.  
Emma Bovary: aquí tenemos un gran personaje de mujer , escrito por un hombre. El propio Flaubert dijo "Madame Bovary cést moi" , hasta tal punto había puesto su experiencia humana en su personaje, aunque no compartiera con ella edad, profesión, sexo, y se sentía capaz de ponerse en el lugar de su protagonista.
Y también, si damos marcha atrás, recordaremos que, en anteriores entregas, nos hemos encontrado con una señora inglesa que se pone en la piel de un monstruo, y con un cantor griego, probablemente ciego y analfabeto, que dio vida a un mundo lleno de imágenes y hermosas palabras.
¿Qué conclusión podemos sacar de esto? La de que no hay que hacer caso cuando nos dicen que un escritor sólo puede escribir sobre lo que siente o lo que es: el buen escritor de novela, el buen creador de personajes vivos, no lo es porque haya tenido una vida más interesante que el resto de los mortales, sino por otras virtudes: Capacidad de observación, imaginación y el arte de trabajar las palabras hasta conseguir crear con ellas un personaje real que viva dentro de un libro...

Gustave Flaubert

Si sospecha que ese personaje va a vivir más años que él mismo, se sentirá feliz, como el padre que aspira a que su hijo viva muchos, muchos más años que él. Seguramente Flaubert no imagino que Madame Bovary le sobreviviría tantos.